jueves, 28 de abril de 2011

Peregrinaje (II)

Enlace
Lo que he aprendido.

Luego de mi salida de Ágape pasé por una difícil etapa en la que me peleé con Dios, echándole la culpa por las situaciones vividas. En esa época no comprendía que todo lo que le sucede a uno lo va formando y, como dice Steve Jobs, en retrospectiva se pueden unir los puntos, pero en el momento es imposible. Ahora entiendo, por ejemplo, que de no haber pasado por esa iglesia, probablemente no habría abrazado la causa de la libertad con la intensidad que lo he hecho. Con el tiempo y la reflexión hice las paces con Dios.

He entendido que lo que hacemos con nuestra vida depende de las decisiones que tomamos y que, precisamente debido a ese libre albedrío, somos los únicos responsables de las consecuencias. Aun si no tenemos control sobre las circunstancias fortuitas, cada quien decide cómo actuar frente a ellas.

He aprendido a respetar a los otros. Lo aprendí al entender que uno de los principales males de la mayoría de religiones y religiosos es que consideran poseer la verdad y que todos los demás están equivocados. Pocos han entendido que, aún si esa premisa fuese cierta, lo correcto es intentar persuadir a los otros y no imponerles su criterio, ni mucho menos considerarse superiores por ello. A mi mejor entender, esta es una de las principales raíces del irrespeto, no solo en temas religiosos, sino en casi todos los demás. Entender esto me ha hecho abrazar con más fuerza el liberalismo, tal como escuché a Alberto Benegas Lynch (hijo) definirlo: “respetar el proyecto de vida de cada quien”.

Algo que me costó entender es cómo personas con buenas intenciones y con un liderazgo religioso auténtico se corrompen. La gran revelación llegó cuando me enteré de que la máxima de Lord Acton, “todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”, la formuló en el contexto de la discusión alrededor del Concilio Vaticano I de 1870, donde se aprobó la infalibilidad del Papa. Lo que he entendido es que toda persona que ostenta algún liderazgo sobre otras personas tiene cierto poder sobre ellas.

En el caso de las organizaciones religiosas, este poder es tanto mayor, cuanto más opresivas e impositivas estas son. Y este poder, tarde o temprano, tiende a corromper a quien lo ostenta. De esto puedo dar fe. Al pastor de Ágape, por ejemplo, lo conocí al poco tiempo de sus inicios y considero que era sincero y con buenas intenciones; sin embargo, pasados los años y conforme acrecentaba su poder sobre los feligreses terminó corrompiéndose. En este peregrinaje por la iglesia evangélica he sabido de muchos líderes que no han podido lidiar con el poder y este los ha corrompido. Debo reconocer que también he conocido y admiro a algunos cuantos que han logrado evitar esa corrupción.

He aprendido que no debo imponerles mis creencias a los demás, pero que la otra cara de la moneda es que no debo dejar que otros me impongan sus creencias, sino cuestionarlo todo. Pero no solo cuestionarlo, sino investigar, y si me convenzo de que algo es correcto, incorporarlo a mi vida.

He aprendido a no juzgar severamente a las personas. Primero, porque no es función de uno andar juzgando la vida de los demás, pero también porque generalmente se desconocen las circunstancias y las situaciones en que otros toman sus decisiones. Y por aquello de las dudas, esto aplica a la vida privada pero no al actuar de quienes detentan el poder público.

Espero que de algo le sirva lo que he ido aprendiendo en este caminar.

Artículo publicado en Prensa Libre el jueves 28 de abril de 2,011.

Ilustración: Richard Lyall.

Enlace

jueves, 21 de abril de 2011

Peregrinaje


Altibajos de la vida y de la relación con Dios.

Estas épocas parecen ser propicias para reflexionar sobre nuestro caminar en la vida, sobre nuestro peregrinaje en este mundo, pero, en particular, sobre nuestra relación con Dios. Si bien es cierto las experiencias que cada uno de nosotros ha vivido son únicas, compartimos sendas con muchas otras personas, y aunque las circunstancias sean distintas, las enseñanzas pueden ser bastante similares. No sé cuál sea su experiencia, pero espero que la mía le sirva de algo.

Yo me inicié en la vida espiritual en mi casa, un hogar presbiteriano —iglesia evangélica de línea conservadora—, proveniente de una de las primeras familias que se convirtieron al “protestantismo” en Guatemala en el siglo XIX. Mi papá siempre nos inculcó, a su mejor manera de entender, el acercarnos a Dios. Más que con sus palabras, lo hizo siempre con el ejemplo. Recuerdo innumerables ocasiones en que lo veía leyendo la Biblia en su silla preferida. Utilizaba un extraño método de anotaciones que hasta la fecha no nos ha querido explicar ni he podido descifrar. Innumerables fueron también las ocasiones en que, levantándome de madrugada, sin que él se diera cuenta —digo yo—, lo encontraba orando en la sala.

Mis primeros conocimientos acerca de Dios y de la Biblia los obtuve leyendo una colección de 10 tomos de las Historias de la Biblia. Los que luego fueron complementados con muchos años de asistir a la escuela dominical de la iglesia. También importantes en mi desarrollo espiritual —y social, hago la salvedad— fueron los campamentos de verano a los que íbamos todos los años en Monte Sión, Amatitlán.

De adolescente, siempre inquieto en estas cosas, participé en la “Cruzada estudiantil y profesional para Cristo”, organización que se dedica a evangelizar y discipular a jóvenes. Allí aprendí mucho más, hice grandes amigos y tuve muchas experiencias interesantes y enriquecedoras.

Pero mi inquietud daba para más, y a los 15 años tuve una experiencia que cambió mi vida. En uno de esos campamentos, un amigo me contó sobre sus vivencias sobrenaturales en una nueva iglesia. Allí mismo decidí que a mí me gustaría conocer de eso. Unos meses después, cuando me fui a estudiar a la capital, por unos meses me resistí a esa tentación, pero pronto sucumbí y empecé a asistir a esa iglesia.

Se llamaba “Agape” y era completamente diferente a lo que yo hasta ese momento conocía. Fue fundada por un grupo de jóvenes provenientes de una iglesia centroamericana luego de una supuesta experiencia “sobrenatural”. La iglesia y la doctrina que en ella se predicaba era bastante radical y extremista, la cual yo, en plena adolescencia y en la búsqueda de acercarme a Dios, abracé con todas mis fuerzas.

Mi radicalismo llegó a tal extremo que me aparté de la mayoría de conocidos, incluida la familia; por poco me expulsan del instituto católico en el que estudiaba. En una ocasión pasé casi seis meses en cama por no tomar medicinas. Era una iglesia bastante evangelizadora, lo que por cierto me permitió conocer gran parte de la ciudad y de la mayoría de barrios marginales.

Afortunadamente, siempre, en todos esos siete años y pico que estuve imbuido en esa iglesia, algo dentro de mí se revelaba. Con todo y todo, no podía ser tan radical como se esperaba que lo fuera, lo que tarde o temprano me llevaría a conflictos, internos y externos, cada vez mayores que, al final, me dieron el impulso para liberarme y salir.

¿Qué aprendí de todo esto? Se lo contaré en el próximo artículo…

Artículo publicado en Prensa Libre el jueves 21 de abril de 2,011.

jueves, 14 de abril de 2011

¿Cuál carga fiscal?



Ni siquiera comparar bien pueden...

Casi no hay burócrata internacional que pase por Guatemala que no cante siempre la misma cantaleta: “la carga tributaria en Guatemala es muy baja y así no se puede prosperar, lo que necesitan es pagar más impuestos”. Considero que ese argumento está completamente errado, pero por si eso no fuera suficiente, quienes hacen esa acusación ni siquiera se toman el tiempo de revisar sus cifras y basan sus erróneas acusaciones en mentiras. El caso más reciente es el del embajador de Alemania en Guatemala.

No quisiera utilizar el argumento de las cifras, ya que considero muy cierta la frase que popularizó Mark Twain: “Hay tres clases de mentiras: las mentiras, las malditas mentiras y las estadísticas”, sin embargo, como ese es el argumento que utilizan todos los burócratas, entonces por lo menos que sepan de lo que están hablando.

De entrada, para darle validez a su argumento, comparan peras con manzanas. Es decir, para describir la “carga tributaria” en los países desarrollados utilizan una cifra que incluye no solo lo que se paga en impuestos, sino también todo lo que se paga en los impuestos a las planillas y algunas otras “contribuciones sociales”, pero cuando hablan de la carga tributaria en Guatemala, se refieren únicamente a la que tiene que ver con los impuestos, y no con esos “extras”. Quizá porque ni están enterados de lo que dicen, o porque es la cifra que más fácilmente encuentran, o porque es muy difícil hacer una comparación más exacta, o simplemente por la mala fe de darle peso a su acusación. En el ejemplo en mención, el embajador de Alemania dice que los alemanes tienen una carga tributaria del 38%, mientras que la de los guatemaltecos es del 10.5%.

Lo cierto es que si comparamos peras con peras, nos encontramos con algunas sorpresas. Por ejemplo, si busca usted la información sobre los ingresos tributarios —la “carga tributaria” que excluye lo de las planillas y las “contribuciones sociales”—, resulta que las cosas no son como nos las pintan los burócratas internacionales. Para efectos de comparación, utilicé las cifras de ese rubro que encontré en el sitio tradingeconomics.com, que a su vez utiliza cifras del Banco Mundial. Como no tenían las cifras para todos los años, saqué el promedio del 2001 al 2007. Y el resultado es:

Alemania, 11.28%

Guatemala, 11.59%

Como verá, cuando se comparan peras con peras, resulta que en Guatemala el Gobierno recauda, proporcionalmente, más impuestos que el de Alemania. Y si a esas vamos, en el caso de Guatemala, con casi el 80% de la economía en la informalidad, apenas el 20% que está en la economía formal paga en impuestos una carga incluso mayor que la pagada por “todos” los alemanes. Y todavía debemos aguantar las fraudulentas recriminaciones de que los guatemaltecos no pagamos impuestos.

Así que no hay que creerse de primas a primeras las declaraciones de los burócratas que, como vemos, pueden distar mucho de la realidad. Debemos entender en todo esto que son parte interesada, ya que todos ellos viven, muy bien por cierto, de los impuestos que pagan las personas productivas.

Los peores son los de los organismos internacionales y del sistema de las Naciones Unidas, que no solo viven de los impuestos que otros pagan, sino que andan por el mundo recriminándole a la gente que pague más impuestos, pero ellos no pagan ninguno porque se consideran “clase aparte”. ¡Hipócritas!

Artículo publicado en Prensa Libre el jueves 14 de abril de 2,011.Enlace

jueves, 7 de abril de 2011

Más rentable presidente que narco


Es importante la comparación para que comprendamos la magnitud de la corrupción.

El lunes los lectores de Prensa Libre nos enteramos, a través de su artículo de portada, sobre la vida a cuerpo de rey que llevaba el supuesto narcotraficante Juan Ortiz López, alias Chamalé. En el reportaje se menciona que su fortuna se calcula en más de US$100 millones, y la foto de portada es de la casa patronal de “una” de sus fincas, que nada le envidia a las casas que aparecen en los programas de los “ricos y famosos”.

Muchos se sorprenderían del tamaño de su fortuna o de los lujos con que vivía; sin embargo, a mí lo que me impactó sobremanera fue percatarme, con un ejemplo de la vida real, de lo que en verdad representa la corrupción en un país “pequeño y en vías de desarrollo”. Siempre he sabido que la corrupción campea en los gobiernos latinoamericanos, pero con cifras tan grandes como las que se manejan aún en un país pequeño como Guatemala es difícil que uno pueda asimilar o comprender la magnitud de los robos.

Ahora tenemos una comparación perfecta para dimensionar correctamente la magnitud del problema: Alfonso Portillo vs. Juan Ortiz López. La acusación que pesa sobre Portillo en Estados Unidos es por haber “lavado” a través de bancos de ese país alrededor de US$70 millones. Si presumimos que Portillo lavó allá el 50% de lo que se robó durante su paso por el Gobierno, concluiríamos en que la “fortuna” de Portillo ha de rondar los US$140 millones; es decir, un 40% mayor que la de Ortiz.

Ahora bien, ¿qué tanto le costó a cada uno amasar dicha fortuna? Como explica el reportaje en mención, a Ortiz le llevó 26 años, aunque también refieren que realmente destacó en los últimos 10 años. Así que podemos decir que le tomó al menos 10 años de arduo trabajo en uno de los negocios más rentables del mundo amasar esa fortuna. Por el otro lado, Portillo amasó una fortuna mayor en apenas cuatro años de farra porque tampoco es que se mantuviera trabajando, aunque él de seguro argumentará que sí trabajó“arduamente” haciendo campaña durante seis años.

Si esta comparación no es suficiente para que dimensionemos el tamaño de la corrupción en nuestro país, no sé cuál puede ser. Y eso que aquí hablamos solo de un funcionario en una administración, y no de toda la cadena de funcionarios de distintos niveles y sus contrapartes, los “contratistas del Estado”. Así no hay dinero que alcance.

Si todavía no logra dimensionar el problema, le hago otra comparación: el presupuesto del Gobierno en un año es, al menos, 60 veces la fortuna de Ortiz. No nos debe extrañar, pues, que tanta gente se vea atraída hacia el “poder” y las fortunas fáciles que la corrupción puede dar.

Hacer fortuna honradamente no es fácil. En mi vida he conocido a varias personas con fortunas similares o mayores adquiridas legalmente, y en la mayoría de los casos —solo con dos notables excepciones de grandes emprendedores— todas esas fortunas eran el resultado del arduo y honrado trabajo de varias generaciones de emprendedores. Esas son fortunas admirables, no las obtenidas a través de la corrupción y el crimen.

Por eso es que es necesario hacer un cambio en el sistema. No importa quién “llegue” al Ejecutivo, la tentación es muy grande. Necesitamos reducir al máximo la discrecionalidad de los funcionarios públicos. También es necesario que nos involucremos en contarles las costillas a los funcionarios, lo que se puede hacer, como se ha demostrado recientemente, a través del activismo judicial.

Artículo publicado en Prensa Libre el jueves 7 de abril de 2,011.