Lo que he aprendido.
Luego de mi salida de Ágape pasé por una difícil etapa en la que me peleé con Dios, echándole la culpa por las situaciones vividas. En esa época no comprendía que todo lo que le sucede a uno lo va formando y, como dice Steve Jobs, en retrospectiva se pueden unir los puntos, pero en el momento es imposible. Ahora entiendo, por ejemplo, que de no haber pasado por esa iglesia, probablemente no habría abrazado la causa de la libertad con la intensidad que lo he hecho. Con el tiempo y la reflexión hice las paces con Dios.
He entendido que lo que hacemos con nuestra vida depende de las decisiones que tomamos y que, precisamente debido a ese libre albedrío, somos los únicos responsables de las consecuencias. Aun si no tenemos control sobre las circunstancias fortuitas, cada quien decide cómo actuar frente a ellas.
He aprendido a respetar a los otros. Lo aprendí al entender que uno de los principales males de la mayoría de religiones y religiosos es que consideran poseer la verdad y que todos los demás están equivocados. Pocos han entendido que, aún si esa premisa fuese cierta, lo correcto es intentar persuadir a los otros y no imponerles su criterio, ni mucho menos considerarse superiores por ello. A mi mejor entender, esta es una de las principales raíces del irrespeto, no solo en temas religiosos, sino en casi todos los demás. Entender esto me ha hecho abrazar con más fuerza el liberalismo, tal como escuché a Alberto Benegas Lynch (hijo) definirlo: “respetar el proyecto de vida de cada quien”.
Algo que me costó entender es cómo personas con buenas intenciones y con un liderazgo religioso auténtico se corrompen. La gran revelación llegó cuando me enteré de que la máxima de Lord Acton, “todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”, la formuló en el contexto de la discusión alrededor del Concilio Vaticano I de 1870, donde se aprobó la infalibilidad del Papa. Lo que he entendido es que toda persona que ostenta algún liderazgo sobre otras personas tiene cierto poder sobre ellas.
En el caso de las organizaciones religiosas, este poder es tanto mayor, cuanto más opresivas e impositivas estas son. Y este poder, tarde o temprano, tiende a corromper a quien lo ostenta. De esto puedo dar fe. Al pastor de Ágape, por ejemplo, lo conocí al poco tiempo de sus inicios y considero que era sincero y con buenas intenciones; sin embargo, pasados los años y conforme acrecentaba su poder sobre los feligreses terminó corrompiéndose. En este peregrinaje por la iglesia evangélica he sabido de muchos líderes que no han podido lidiar con el poder y este los ha corrompido. Debo reconocer que también he conocido y admiro a algunos cuantos que han logrado evitar esa corrupción.
He aprendido que no debo imponerles mis creencias a los demás, pero que la otra cara de la moneda es que no debo dejar que otros me impongan sus creencias, sino cuestionarlo todo. Pero no solo cuestionarlo, sino investigar, y si me convenzo de que algo es correcto, incorporarlo a mi vida.
He aprendido a no juzgar severamente a las personas. Primero, porque no es función de uno andar juzgando la vida de los demás, pero también porque generalmente se desconocen las circunstancias y las situaciones en que otros toman sus decisiones. Y por aquello de las dudas, esto aplica a la vida privada pero no al actuar de quienes detentan el poder público.
Espero que de algo le sirva lo que he ido aprendiendo en este caminar.
Artículo publicado en Prensa Libre el jueves 28 de abril de 2,011.
Ilustración: Richard Lyall.