La decisión del gobierno de Álvaro Colom de eliminar los aranceles para paliar el alza a los productos de la canasta básica por fin se encamina en el camino correcto. Y aunque solamente sean 10 productos los que quedan libres de aranceles, esta medida es de por sí mejor que la que se pretendía al imponer precios topes a muchos productos. Creo que es un buen inicio para encauzarnos por el camino del desarrollo.
Los aranceles no son más que trabas que los gobiernos imponen a los consumidores, so pretexto de evitar la competencia del extranjero y el mantenimiento de industrias y empleos nacionales. Sin embargo, los aranceles tienen una doble función de empobrecimiento; primero, al elevar los precios de productos que podrían ser comprados a un menor precio y con mejor calidad, y segundo, al mantener la “protección” a empleos e industrias que no son económicamente viables sin ella, se afectan otras industrias más rentables que nunca se crearán, en detrimento del consumidor y la economía en general.
El Gobierno al fin ha prestado oídos al sentido común, aunque no del todo, puesto que si ese sentido común indica que es bueno para el consumidor eliminar aranceles a 10 productos, ¿no sería mucho más beneficioso eliminar completamente todo tipo de aranceles? Si lo que se busca es el beneficio de los consumidores, la mejor forma de paliar la crisis es eliminar los aranceles, no solo a determinados productos sino a todos por igual. Esto se reflejaría inmediatamente en una reducción de precios de todos los productos importados y, por tanto, el beneficio sería para los consumidores, quienes podrían disponer de mejor forma de sus ingresos.
Creo firmemente que esta decisión, si bien es parcial y no hará gran diferencia en la economía, sí entreabre la puerta hacia ese ansiado desarrollo que todos esperamos pues, como dije anteriormente, da la pauta a pensar que este gobierno por fin ha escuchado y, sobre todo, experimentado con el sentido común y la lógica del mercado.
Pero no todo es arena, pues la de cal la anunció un día después el presidente con la implementación de la ley de cultivo forzoso. Él mismo se contradice, pues afirma que “no se está obligando a nadie, sino que es lo que manda la ley”.
Es el mercado, no ninguna ley caduca, lo que va a determinar qué se produce y qué no, en qué cantidad, de qué calidad y a qué precio. Al obligar a los dueños de tierras a cultivar el 10 por ciento de sus tierras con “granos básicos”, el Gobierno está interviniendo de forma dañina no solo la producción nacional sino, más importante aún, todo el concepto de la propiedad privada: se estaría violando de forma flagrante el sagrado derecho a que las personas hagan con su propiedad lo que mejor les parezca. Y en última instancia, ¿quién decide qué tipo de grano se va a cultivar? ¿Será que también van a decretar una ley de Tin Marín para ver si se cultiva frijol, maíz, soya o arveja?
Aunque el Gobierno está dando algunas señales de cordura, creo que aún hace falta mucho camino por recorrer. Actualmente, el presidente parece que escucha voces disonantes en cada oído, y dependerá de cuál le pone más atención la dirección en la que ha de encaminar al país.
Estamos en el momento justo de decidir entre el despeñadero o el buen camino. Esta crisis es el momento para definirnos, ¿a dónde nos irán a llevar?
Artículo publicado en Prensa Libre el jueves 5 de junio de 2,008.
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