jueves, 12 de noviembre de 2009

El Muro


Prefirió morir libre y con dignidad, que vivir esclavo...

Mi nombre es… no, no importa cómo me llamaba, al fin y al cabo fui uno más de los muertos anónimos tratando de escapar de la dictadura en la otrora Alemania Oriental. Lamentablemente, yo no lo logré. Pero mi historia es como la de tantos miles y millones de personas que cayeron víctimas de la utopía de la “igualdad para todos”. Desde este lado del Aqueronte, cuento mi historia, por si le puede servir a quienes todavía no lo han cruzado.

Crecí en la Alemania de la posguerra, viendo cómo muchos de nuestros familiares y conocidos un día desaparecían y luego nos enterábamos que habían huido hacia Occidente. Yo no entendía mucho lo que pasaba, y cuando le preguntaba a mis padres por qué nosotros no nos íbamos, siempre me decían que había que esperar un poco, que la decisión era muy difícil, muy arriesgado, que era dejar atrás lo poco que todavía teníamos; en fin, siempre tuvieron alguna excusa para no tomar la decisión de dejarlo todo atrás y escapar hacia la libertad.

Cuando finalmente tuve la edad para decidir por mí mismo si quería seguir bajo la dictadura o huir, el destino pareció jugarme una mala pasada. Un día antes de mi cumpleaños nos enteramos que algo estaba pasando en el área de Berlín donde se unían el sector occidental con el oriental. Tratamos de acercarnos, pero nos lo impidió una multitud de soldados y policías. Poco a poco, los rumores nos alcanzaron: los rusos decidieron cerrar Berlín, ya nadie podría escapar por allí. Empezó la construcción de lo que luego sería conocido como el Muro de Berlín o, más adecuadamente, el Muro de la Vergüenza.

Durante mucho tiempo intenté adaptarme al sistema, pero cada vez me sentía más miserable. Ya no podía soportar el tener que fingir todo el tiempo estar satisfecho con nuestra forma de vida, cuando mi interior clamaba por la libertad. Era insufrible el ir cada día a la fábrica donde todos hacíamos como que trabajábamos, no porque nos agradara ni porque estuviéramos contentos o motivados, sino por temor a que algún compañero nos denunciara y nos quitaran las tarjetas de racionamiento o, peor aún, que nos consideraran una “amenaza” para el sistema y nos llegaran a sacar a medianoche de nuestras casas, para perdernos en el laberinto de prisiones y campos de concentración que cubrían la tierra.

Eran pocos los amigos que tenía, y realmente no podía confiar ni siquiera en ellos, porque todos teníamos más de algo que esconder y que podía ser usado por los de la Stasi para obligar a cualquiera a denunciar incluso a sus familiares. Así que no es que fueran malas personas mis amigos, pero el instinto de sobrevivencia puede traicionar a cualquiera. Así que todos vivíamos en la más terrible soledad.

Llegó el momento en que, simplemente, ya no podía soportar más. Nunca leí a los grandes escritores liberales del pasado (aunque ahora me he topado con algunos de ellos, de este lado del Aqueronte), pero algo en mí me llevaba a rebelarme contra toda esta farsa. Así que un día tomé la decisión: cruzaría el Muro.

Sabía que las posibilidades de éxito eran muy escasas. Los guardias, las ametralladoras, los perros, el alambre de púas, todo estaba en mi contra. Sabía que era prácticamente un suicidio, pero prefería morir libre y con dignidad, que vivir esclavo. Y así lo hice. La metralla me alcanzó. Los guardias me veían impávidamente mientras la vida se me escapaba por las heridas. Caronte también. Espero que ustedes corran mejor suerte.

Artículo publicado en Prensa Libre el jueves 12 de Noviembre de 2,009.

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