En el debate sobre la nueva Ley de Seguros, que supuestamente será aprobada la semana entrante, el nudo gordiano es la competencia. Algunos aseguradores y reguladores locales se empecinan en querer prohibir la competencia extranjera, casi llegándola a igualar con el narcotráfico. Utilizando los mejores argumentos mercantilistas, que algunos creíamos ya superados, quieren evitar la competencia y obligar a los consumidores locales a depender exclusivamente de ellos para sus necesidades de seguros.
El único resultado que estas limitaciones pueden tener, como ya se ha comprobado hasta la saciedad tanto aquí como en casi todas partes, es la incompetencia de los proveedores locales y la insatisfacción de los consumidores.
Algunos me dicen que por qué no nos fijamos en las muchas bondades que tiene la nueva ley, que actualiza legislación, que viene de hace casi medio siglo y que va a “modernizar” el sistema, y no solo en esa pequeña piedra en el zapato de la competencia extranjera. De entrada, no soy muy partidario de la sobrerregulación que ahora está de moda, particularmente en los temas financieros, por lo que no me emociona mucho la nueva regulación, pero sí creo que algunas cosas hay que actualizarlas y que algo se avanza en ese sentido.
Con lo que no estoy de acuerdo es con considerar que el tema de la competencia es apenas un concepto marginal en esta legislación. De hecho, estoy convencido de que es el tema toral de la misma. De nada sirve que se establezcan todos los controles y regulaciones habidas y por haber, con el supuesto propósito de reducir al máximo el riesgo que corren los consumidores, si a la hora de la hora se les veda el acceso a más y mejores servicios.
El argumento subyacente siempre es el mismo: los consumidores son unos pobres tontos e ignorantes que no pueden tener tanta información ni sabiduría como los reguladores, así que, para evitarles que se puedan hacer daño ellos mismos, tomando malas decisiones, los reguladores, en su magnanimidad y casi omnisciencia, decidirán qué es lo que más les conviene a ellos.
Pero aunque este es el argumento blandido por los reguladores y legisladores, ellos, a su vez, aunque las mieles del poder les hacen creer que son casi dioses, son apenas marionetas (o más bien tontos útiles) en las manos de quienes verdaderamente se benefician de la legislación proteccionista: los productores locales.
Porque, no nos engañemos, el proyecto de ley de seguros, actualmente en discusión en el Congrueso, es una ley proteccionista. Y en todas las industrias sujetas a un marco regulatorio proteccionista, quien termina pagando siempre el pato son los consumidores. Lo pagan con precios más caros, con productos y servicios no tan buenos como los que podrían obtener, con menos variedad de productos y servicios para satisfacer sus necesidades, con peor trato de parte de los proveedores del que podrían tener.
Lo peor de todo es que hasta quienes se creen beneficiados con la protección muy pocas veces se percatan de que ellos también sufren las consecuencias, ya que la protección los hace dependientes de los políticos y los vuelve flojos y poco competitivos. No han entendido que el mejor acicate para mejorar es la competencia. El tener constantemente que ganarse el favor de los consumidores es, a la larga, una mucho mejor política que esclavizarlos con la complicidad de los políticos. Pero eso solo lo puede uno comprender con visión de largo plazo, y los mercantilistas rara vez la tienen.
Artículo publicado en Prensa Libre el jueves 27 de mayo de 2,010.